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martes, 9 de marzo de 2010

DE LA MENTIRA DEL ARTE




En alguna ocasión, Picasso manifestó que “el arte es una mentira que nos hace ver la verdad”; según este pintor, la Verdad no existe en realidad, tan sólo verdades que puedan ir justificando las mentiras (conscientes o inconscientes) sobre las que se sostienen las primeras. Para este creador, el artista no es quien se afana en buscar, sino el que, al hacerlo, encuentra. Y, por consiguiente, en adelante tendrá que convencer a los otros con respecto a la verdad de su recién “encontrada” mentira.


Para que una verdad justifique su veracidad, es menester haber llegado primero a la Verdad Absoluta (el mundo de las ideas, de Platón; la cosa en sí, de Kant; el Absoluto, de Hegel; etcétera), como ninguno ha llegado a ésta, más allá del simple papel, luego entonces, ninguna verdad por grande o pequeña que sea, debe ser tomada tan en serio; es decir, más allá de lo que enuncia o pretende expresar. Para ejemplificar esto, continuare sirviéndome de las palabras de Pablo Picasso, él decía que “el arte no evoluciona”, lo que significa que, ni una verdad cultivada a través del tiempo tiene por que volverse más verdadera, ni que una acumulación de verdades tiene por fuerza que llegar a ser una Verdad con mayúscula, sino que, simple y sencillamente las ideas y la concepción del mundo habrán de ir modificándose, lo mismo que su forma de manifestarlas. Y ello no significa que una sea más verdadera que las demás, tan sólo diferente (o diffèrance, aplicando un término acuñado por el filósofo Derrida, el cual nos servirá para clarificar mejor nuestro propio tema cuando lo retomemos más adelante).


Pero entonces ─se preguntaran, algunas pocas mentes analíticas─, ¿Si no existe evolución en el arte, qué más queda? Pues bien, lo único que persiste es tan sólo un gráfico de altibajos en el que, dependiendo del grado de lucidez y capacidades de sus creadores en una determinada época, el arte en general brillara o se tornara más opaco respecto a un período de tiempo con referencia a otro, lo que quiere decir que el nivel artístico alcanzado en cierto momento histórico dependerá, ya no de una evolución con respecto a la obra de los creadores precedentes, sino de la penetración con la que los creadores actuales aborden su presente, ya que de ello dependerá que su obra se mantenga ahí mismo: en el presente.


Pongámoslo desde la perspectiva más básica del sentido común: Si una obra creativa se desarrolla a partir de solo referencias del pasado, esa obra habrá de mantenerse en ese mismo punto referencial, es decir, en el pasado.


En pocas palabras, en el arte no hay futuro.


No es posible hacer arte para el futuro. Toda obra artística se realiza para el presente. A partir de ahí, dependerá de la vasta o escasa capacidad y herramientas de que disponga el artista, para aprehender los elementos básicos del presente y haga a un lado los puramente decorativos y/o superficiales; para que, de tal modo, su obra permanezca en el presente o, de lo contrario rápido envejezca y engrose las extensas filas del pasado. Y si no, díganme ustedes, dónde está el Futurismo de Marinetti o, traducido a algo más cercano, dónde quedó Maples Arce y sus estridentistas, ambos, supuestos “movimientos” que, tomando como estandarte el futuro, hoy a nosotros, habitantes de ese futuro, casi nada nos dicen ya. ¿Y por qué sucede eso? Porque la realidad es que ni nosotros ni nadie seremos, jamás, habitantes de futuro alguno, sino de un simple presente perpetuo, lo que ya en sí es bastante, tomando en cuenta que la inmensa mayoría, por lo regular, vive en el pasado.


Tomare ahora otro ejemplo para aclarar un poco lo dicho líneas arriba, para ello me serviré de esos escritores de best-sellers como Paulo Cohelo o Cuauhtémoc Sánchez, además de comenzar a entrar más de lleno al ámbito que me interesa abordar: la literatura.


Ahora bien, para no divagar tanto me limitaré a tratar dos puntos concernientes con esa clase de narradores. El primero, que venden muchos libros, lo cual es una razón suficiente aunque no necesaria, para afirmar que son más leídos que los demás; y, en segundo lugar, que lo escrito por ellos, en realidad no es literatura, al menos no literatura seria, sino a lo mucho literatura para adolecentes o formativa, lo que hoy en día se ha dado en llamar como “superación personal”.


Como mencionábamos antes, el hecho de que estos narradores tengan altas ventas de sus libros, no significa forzosamente que sean más leídos que aquellos que no venden en grandes cantidades, mucho menos que sean leídos con el mismo interés y profundidad que otra clase de autores, sobre todo los así llamados marginales, aunque por otro lado, eso sería imposible ya que como André Gide bien dice, a través de la boca de uno de sus personajes en Los monederos falsos, “su profundidad la llevan sobre la piel”. Con lo que ya ni siquiera se pueden adjudicar el titulo de escritura formativa, ya que más que “formar”, deforman. O quién se atrevería a ponerlos a la par de verdaderos escritores de literatura formativa comenzando por Homero y continuando con Cicerón, Rosseau, o Montaigne, por mencionar sólo algunos entre tantos otros. En realidad, lo único que representan sus “altas ventas”, es la simple adecuación de un producto a las leyes del mercado, eso y nada más. En donde mercado significa lo mismo que espíritu. Y producto, lo mismo que alimento. Siendo así que, en nuestros días, el alimento para nuestro espíritu son una serie de libros deformativos que en nada contribuyen a mejorarlo, sino todo lo contrario. Finalmente la única influencia formativa que llegan a ejercer entre sus lectores, de manera intencional o no, es la de transformarlos en excelentes consumidores.


Esa clase de literatura, si así puede llamarse, manifiesta pues ya una cierta finalidad: la de enaltecer una cierta gama de “virtudes” judeocristianas, tales como la sumisión, conformismo, humildad, etcétera. Rechazando de manera a priori cualquier otro tipo de pensamiento distinto. Entonces, si se analiza un poco la cuestión, es fácil distinguir que ya no se trata de ahondar en el conocimiento de uno mismo y su relación con todo lo que le rodea, sino de predicar y propagar un cierto modelo de conducta y pensamiento. Por otro lado, hace tiempo que quedó demostrada la ineficacia de su aplicación en tal sentido. Sirva como ejemplo el caso del mismo Rousseau, en dos de sus obras, por un lado Emilio, novela de carácter puramente idealista, en contraposición con sus Confesiones, texto de corte cien por ciento realista.


La primera trata del cultivo de las virtudes con vista hacía un determinado ideal: el hombre bueno, o en sus propias palabras, el buen salvaje. Al final no se trata de otra cosa que de hacer sentir al lector que el bien siempre triunfara sobre todas las cosas. O, en otras palabras, que una persona virtuosa, por más sufrimientos y calamidades afronte a lo largo de su vida, al final, si no desiste de ese sendero y esa conducta habrá de alcanzar la felicidad. Lo que no sería nada criticable dentro de una realidad en la cual el imperativo categórico le importara a más de dos. Por desgracia no es nuestro caso. Y si no, sólo volteen a echar una mirada a todos esos pinochos politiqueros a los que hicimos referencia al comienzo del presente texto.


La segunda nos muestra al hombre de carne y hueso, inmerso por completo en el mundo real, y en donde aquel primer idealismo ha quedado muy lejos. Los hechos narrados con una honestidad brutal en Confesiones nada tienen que ver con aquel predicador de las virtudes a ultranza.


Ignoro si tal vuelta de tuerca en su obra haya sido algo premeditado, aunque me inclino a creer que sí, ya que, al menos para mí, en ello radica la mayor parte de su valor y trascendencia. ¿En qué? En que es una literatura que ha sabido trascender no ya su presente, sino su pasado.


En todo caso que más claro ejemplo que el Quijote, a cuyo autor no le tembló su única mano para echar los santos oleos a toda la tradición de novelas caballerescas de la cual ella misma abreva para existir. Y que, en el caso de Rousseau, se trata de la novela pastoril.


En ambos casos el común denominador es que trascienden el pasado, y dejan de ser solo una copia más de alguna idea consolidada, para ubicarse por su propia valía en el presente, un presente indeterminado.


Para concluir, yo pienso que en el actual estado de las cosas, la función de la literatura no es ya exponer las cosas como debieran ser, sino como estas son, para que conforme al libre albedrío, que según dicen, cada quien tiene el derecho a ejercer libremente, tome lo que le sirva. Ya que, si bien es cierto que tal vez el arte sea una mentira que no logre mostrarnos la Verdad Absoluta, de una manera definitiva y contundente, nadie puede negar que, al menos, nos acerque a una porción de ésta que nos sea posible abarcar y comprender.