Unido a...

martes, 14 de diciembre de 2010

LA FILOSOFÍA EN LOS TIEMPOS DE LA DESESPERANZA


Hace poco, releyendo el libro “Manual del distraído” de Alejandro Rossi, me encontré con una aseveración que me pareció muy acertada: es posible que el filósofo, hombre prudente, regrese a las artesanías, a los oficios o a la vagancia.

En uno de los textos que integran el mencionado volumen de narraciones ensayísticas, titulado simplemente “Enseñar”, Rossi nos revela que a partir del siglo XIX la mayoría de los filósofos son profesores. Atrás quedaba la imagen paradigmática del hombre meditativo, dedicado en cuerpo y alma al estudio y reflexión de las grandes interrogantes de la humanidad. Es necesario señalar que tal actitud no provenía de determinadas condiciones, sino que, por el contrario, las características de la vida de aquellos hombres variaban, e iban desde el que, como Descartes, disponiendo de solidas rentas, viaja, vive retirado, elige sus amistades, establece sus horarios de acuerdo con sus gustos; carece de obligaciones pedagógicas, no dicta clases, no corrige exámenes, no revisa planes de estudio, dormita, escribe, hasta el que, como Spinoza, se dedica a pulir vidrios. Entre estos dos extremos, existe una amplia gama de características propias, de acuerdo a cada pensador.

Entonces, encuentro que el punto a partir del cual se generó el cambio de paradigma, se debe menos a una cuestión en la manera de entender a la filosofía, que en la forma de desarrollarse dentro de ella. El mismo Wittgenstein exigía del filósofo: ascetismo, intensidad, concentración. Porque la filosofía no se trata de otra profesión más, sino de un llamado, de una vocación singularísima. Y como tal hay que afrontarla.

Recuerdo cuando, al poco tiempo de haber concluido mis propios estudios universitarios de filosofía, alguien me cuestionó: ¿Oye, y una vez que terminas de estudiar eso, si es posible encontrar un buen trabajo, es decir, en donde percibas un buen sueldo y puedas llevar una vida cómoda y desahogada? A lo que le respondí que yo no había elegido estudiar filosofía para ganar mucho dinero, sino que, simple y sencillamente deseaba estudiar filosofía. Y punto. Además, le aclaré que alguien que ingresara a ese tipo de estudios con la idea en mente de obtener magnos ingresos, de entrada estaba destinada al más rotundo de los fracasos.

Por lo regular los individuos que eligen consagrarse a la actividad de la filosofía, de antemano son considerados como seres pensantes o, al menos, así se consideran ellos mismos. Así que, siendo individuos pensantes, sabrían que para obtener buenos ingresos como profesionistas, lo correcto sería dedicarse a estudiar medicina, derecho, contaduría, o casi cualquier otra profesión, antes que la filosofía. Pues, dentro de un mundo con las características del cual nos encontramos, bien podríamos decir que (junto con la poesía, y todas las bellas artes en general), no sirve para nada. Y no sirve para nada, porque no nos facilita la vida, sino que, por el contrario, usualmente viene a complicarla aún más.

La filosofía no es una de esas profesiones cuya principal función reside en generar soluciones rápidas, sencillas y eficientes ante problemas inmediatos. No, definitivamente, esa no es su función.

Lo que el estudio de la filosofía ofrece, es el desarrollo de ciertas capacidades que habrán ya no brindar una solución para un determinado problema, sino la capacidad de generar una solución ante cada nuevo problema, indeterminado.

De acuerdo a lo anterior, la filosofía en estos tiempos de desesperanza y caos, representa un excelente resguardo y/o tabla de salvación ante la histeria colectiva generada por las actuales condiciones de vida, tan adversas para una convivencia social armónica y pacífica.

Pienso que la filosofía debe ser más una actitud ante la vida que una condición social o de estatus. Volviendo urgente y necesario rescatarla del enclaustramiento al que ha sido sometida dentro de los muros de las universidades.

La filosofía nunca ha necesitado de comodidades o privilegios para desarrollarse. Incluso, volviendo a Wittgenstein, algunas de las obras filosóficas más importantes fueron gestadas en medio de los ambientes más desoladores y caóticos, tal es el caso del Tractatus Lógico-Philosophicus, el cual nació en medio de las trincheras de la primera guerra mundial.

Si se piensa con calma, uno encuentra que la apuesta no resulta tan descabellada, sobre todo considerando que, a fin de cuentas, la universidad no es sino el reflejo de la sociedad, es decir, rígida, artificial, y autocomplaciente. Y porque la filosofía no se trata de un conjunto de teorías, sistemas de pensamiento, o doctrinas que enseñen, sino de una actividad que muestra.

Hoy es casi un imperativo que la filosofía vuelva a ser una práctica común. Tan común que le sea accesible, al empresario, zapatero, artista, o vagabundo, por igual.

jueves, 24 de junio de 2010

Jerusalén, de Gonçalo M. Tavares

─Maté a un hombre─ dice Mylia (uno de los personajes de la novela, apostándose frente a una iglesia)─. ¿Me dejan entrar?
Este acto aparentemente simple, aunado a la siguiente aseveración al inicio de la narración:
─La iglesia está cerrada de noche. Frase apenas murmurada por el mismo personaje. Marcan el comienzo y fin de toda la trama, así como también un mismo punto en donde habrán de convergen todo el dolor, la locura y la violencia que se desarrolla a lo largo y extenso de la obra. Pero, sobre todo, la representación de un nuevo héroe trágico: el inadaptado social. Aquel que sin proponérselo de manera consciente confronta las costumbres más arraigadas dentro de la logicidad de la razón, así como también sus más sólidas instituciones.
Un conjunto de personajes nietszcheanos se pasean por las hojas de esta obra en un entrecruzamiento de destino múltiple que terminara suscitando desde los asesinatos más absurdos, hasta los milagros menos comprensibles.
Entretejiéndose de manera conjunta con las cuatro vidas que terminaran por converger en una indeterminada madrugada, otra historia se desarrolla al interior de la cabeza de los personajes, aunque sólo un par de ellos sean conscientes de esto. Se trata de la historia de la salud mental de la humanidad a lo largo de la historia. Una historia que, para quien intente descifrarla, tarde o temprano termina por conducirlo dentro de ella misma. No de la supuesta salud mental, sino de la insania mental.

Buscaba comprender cómo piensa la Historia para formular una normalidad y así poder controlarla, de la misma manera que tantos años de estudio le habían enseñado que tal era la fórmula del comportamiento de los individuos: sabía que comprender los hábitos del pensamiento del loco equivale a normalizarlo, a prever su comportamiento y, en definitiva, a controlarlo como individuo.

El médico investigador de tal proyecto ambicioso, antes de salir de casa en aquella fatídica madrugada (Murmuraba con una perversa sonrisa): Busca vello púbico, Theodor, una compensación púbica. El mundo tiene el deber de compensarme por los días malos.
Más que un creador de historias truculentas, Tavares me resulta un constructor de ideas. Un narrador que va cimentando poco a poco nuevas ideas respecto al mundo y la realidad, pretendiendo antes que todo provocar inquietud en el ánimo de sus lectores.

De pronto, sin pensar en lo que hacía, (Mylia) escribió con el gis en la pared (de la iglesia) utilizando unas letras de tamaño muy pequeño, casi imperceptible; escribió: hambre.

Y para concluir, nada mejor que un extracto de la novela. Se trata de un dialogo entre Mylia, la heroína de la obra, y Theodor, el médico investigador de la salud mental de la Historia:


─¿Su nombre completo?
─Mylia. No quiero ningún otro nombre. Con ese me basta.
─Mylia. Es bonito.
─Después de preguntarme el nombre, todos los médicos dicen que es bonito.
─Será que es verdad.
─Será que es mentira.
─Mylia es un nombre bonito, y usted es una chica bonita.
─Váyase a la mierda
─Puedo hacerle otra pregunta.
─Hágala.
─¿Sus padres?
─¿Sí?
─Sus padres…¿le gustan?
─Mi madre me llama loca y tiene razón. Una vez le tiré un vaso a la cara. Todavía lleva la marca. ¿La vio?
─No me fijé.
─Pero la tiene. No le estoy mintiendo. ¿Quiere que la llame?
─No. Conteste a la pregunta que le hice ─dijo Theodor.
─¡Váyase a la mierda!
─Sus padres me han dicho que puede usted ver el alma.
─Es cierto.
─¿Y cómo es el alma?
─Tiene vello púbico.
─Me está tomando el pelo.
─Así es.
─¿Cree en Dios?
─Creo en todo lo que aprendí antes de los seis años. A los seis años sabía más historias de la Biblia que cuentos infantiles.
─Entonces cree en Dios
─Creo en todo lo que aprendí antes de los seis años. Todo lo que me han dicho después es mentira.
─Me cae bien, Mylia. Espero que podamos volver a charlar.
─¡Váyase a la mierda!

Si me olvido de ti, Jerusalén, permite que se seque mi mano derecha.

lunes, 5 de abril de 2010

Extrañando a Kissinger, Etgar Keret


Mi primer acercamiento a obra de Etgar Keret fue muy agradable. Pues este escritor, dueño de una prosa tan sencilla como contundente, nos enfrenta a muchos aspectos de la problemática contemporánea de una manera divertida (en muchos casos, hilarante). La fuerza de su narrativa, creo yo, reside precisamente en su muy particular forma de describir situaciones de lo más cotidianas de una manera nueva, es decir, como si por primera vez escucháramos hablar acerca de un niño que desea un juguete de Bart Simpson (¿qué asunto podría ser menos prosaico y generalizado que ese?) y, sin embargo, su pluma, guiada por su ingenio, es capaz de lograr una de las imágenes más enternecedoras que yo recuerde, al mismo tiempo que una situación verdaderamente hilarante.
Keret consigue, en sus narraciones, hacer coincidir los extremos que abarcan a la vida contemporánea. Ya que al tiempo que nos describe una situación totalmente perteneciente al género gore Extrañando a Kissinger, por su muy personal ingenio de tratar los asuntos cotidianos, no obliga a no tener otra reacción que la risa, al momento de confrontarnos con ella.
Sus personajes representan a una juventud desencantada del ficticio mundo Walt Disney en el que pretenden “encarcelarlos”, es decir, privarlos de toda posibilidad de elección, ¿para qué soñar si la vida es sueño? Sí, pero siguiendo con el poema, los sueños, sueños son. La mayor parte de los individuos que pueblan sus historias comparten ese rasgo en común del desencanto, saben que la realidad en la que se desenvuelven no es tal, sino una simple mascara de felicidad que encubre un rostro de miseria y aburrimiento, así lo demuestra Itzik, personaje de su cuento Estupendamente bien: “No iban a conseguir hacer de él un zombi sonriente al que le gustaran las telenovelas y García Márquez y que se desviviera por besar a su mamá a la mínima ocasión”. El mismo personaje que se pertrecha detrás de la puerta, cinco minutos después de que ha recibido la noticia de que la felicidad iba a llegarle ese día. Recuerda el día y la manera en que la felicidad le había llegado a su padre, y dice: “No me rendiré sin antes luchar. Yo no soy mi padre. A mí no me vas a arrastrar fuera en una camioneta con globos y motivos de Walt Disney y además con una sonrisa idiota pintada en la cara”. La resistencia poco a poco va menguando y, la realidad ficticia comienza a ganar terreno, hasta que “tres sentimientos que no conseguía identificar” lo rodean y le cambian la playera de WHY,? por otra de DON´T WORRY, BE HAPPY.
Dentro del universo narrativo de este autor, pareciera no existir solución alguna que los ayude a salir de la miseria y el aburrimiento en que se encuentran inmersos. Hasta donde recuerdo, ni uno solo de sus personajes consigue escapar. Por más soluciones estrambóticas que se les presenten, la realidad ficticia parece ir frustrando cada intento de fuga. Lo mismo se trate de unas gotas para no sentirse solo, la compañía de un amigo ángel perezoso que se niega a volar, etcétera.
Otro rasgo más que característico de este autor, de una gran mayoría de los escritores actuales es el recurso de la violencia administrada como método para combatir el tedio de una vida demasiado banal y mentirosa, al menos en sus libros.

martes, 9 de marzo de 2010

DE LA MENTIRA DEL ARTE




En alguna ocasión, Picasso manifestó que “el arte es una mentira que nos hace ver la verdad”; según este pintor, la Verdad no existe en realidad, tan sólo verdades que puedan ir justificando las mentiras (conscientes o inconscientes) sobre las que se sostienen las primeras. Para este creador, el artista no es quien se afana en buscar, sino el que, al hacerlo, encuentra. Y, por consiguiente, en adelante tendrá que convencer a los otros con respecto a la verdad de su recién “encontrada” mentira.


Para que una verdad justifique su veracidad, es menester haber llegado primero a la Verdad Absoluta (el mundo de las ideas, de Platón; la cosa en sí, de Kant; el Absoluto, de Hegel; etcétera), como ninguno ha llegado a ésta, más allá del simple papel, luego entonces, ninguna verdad por grande o pequeña que sea, debe ser tomada tan en serio; es decir, más allá de lo que enuncia o pretende expresar. Para ejemplificar esto, continuare sirviéndome de las palabras de Pablo Picasso, él decía que “el arte no evoluciona”, lo que significa que, ni una verdad cultivada a través del tiempo tiene por que volverse más verdadera, ni que una acumulación de verdades tiene por fuerza que llegar a ser una Verdad con mayúscula, sino que, simple y sencillamente las ideas y la concepción del mundo habrán de ir modificándose, lo mismo que su forma de manifestarlas. Y ello no significa que una sea más verdadera que las demás, tan sólo diferente (o diffèrance, aplicando un término acuñado por el filósofo Derrida, el cual nos servirá para clarificar mejor nuestro propio tema cuando lo retomemos más adelante).


Pero entonces ─se preguntaran, algunas pocas mentes analíticas─, ¿Si no existe evolución en el arte, qué más queda? Pues bien, lo único que persiste es tan sólo un gráfico de altibajos en el que, dependiendo del grado de lucidez y capacidades de sus creadores en una determinada época, el arte en general brillara o se tornara más opaco respecto a un período de tiempo con referencia a otro, lo que quiere decir que el nivel artístico alcanzado en cierto momento histórico dependerá, ya no de una evolución con respecto a la obra de los creadores precedentes, sino de la penetración con la que los creadores actuales aborden su presente, ya que de ello dependerá que su obra se mantenga ahí mismo: en el presente.


Pongámoslo desde la perspectiva más básica del sentido común: Si una obra creativa se desarrolla a partir de solo referencias del pasado, esa obra habrá de mantenerse en ese mismo punto referencial, es decir, en el pasado.


En pocas palabras, en el arte no hay futuro.


No es posible hacer arte para el futuro. Toda obra artística se realiza para el presente. A partir de ahí, dependerá de la vasta o escasa capacidad y herramientas de que disponga el artista, para aprehender los elementos básicos del presente y haga a un lado los puramente decorativos y/o superficiales; para que, de tal modo, su obra permanezca en el presente o, de lo contrario rápido envejezca y engrose las extensas filas del pasado. Y si no, díganme ustedes, dónde está el Futurismo de Marinetti o, traducido a algo más cercano, dónde quedó Maples Arce y sus estridentistas, ambos, supuestos “movimientos” que, tomando como estandarte el futuro, hoy a nosotros, habitantes de ese futuro, casi nada nos dicen ya. ¿Y por qué sucede eso? Porque la realidad es que ni nosotros ni nadie seremos, jamás, habitantes de futuro alguno, sino de un simple presente perpetuo, lo que ya en sí es bastante, tomando en cuenta que la inmensa mayoría, por lo regular, vive en el pasado.


Tomare ahora otro ejemplo para aclarar un poco lo dicho líneas arriba, para ello me serviré de esos escritores de best-sellers como Paulo Cohelo o Cuauhtémoc Sánchez, además de comenzar a entrar más de lleno al ámbito que me interesa abordar: la literatura.


Ahora bien, para no divagar tanto me limitaré a tratar dos puntos concernientes con esa clase de narradores. El primero, que venden muchos libros, lo cual es una razón suficiente aunque no necesaria, para afirmar que son más leídos que los demás; y, en segundo lugar, que lo escrito por ellos, en realidad no es literatura, al menos no literatura seria, sino a lo mucho literatura para adolecentes o formativa, lo que hoy en día se ha dado en llamar como “superación personal”.


Como mencionábamos antes, el hecho de que estos narradores tengan altas ventas de sus libros, no significa forzosamente que sean más leídos que aquellos que no venden en grandes cantidades, mucho menos que sean leídos con el mismo interés y profundidad que otra clase de autores, sobre todo los así llamados marginales, aunque por otro lado, eso sería imposible ya que como André Gide bien dice, a través de la boca de uno de sus personajes en Los monederos falsos, “su profundidad la llevan sobre la piel”. Con lo que ya ni siquiera se pueden adjudicar el titulo de escritura formativa, ya que más que “formar”, deforman. O quién se atrevería a ponerlos a la par de verdaderos escritores de literatura formativa comenzando por Homero y continuando con Cicerón, Rosseau, o Montaigne, por mencionar sólo algunos entre tantos otros. En realidad, lo único que representan sus “altas ventas”, es la simple adecuación de un producto a las leyes del mercado, eso y nada más. En donde mercado significa lo mismo que espíritu. Y producto, lo mismo que alimento. Siendo así que, en nuestros días, el alimento para nuestro espíritu son una serie de libros deformativos que en nada contribuyen a mejorarlo, sino todo lo contrario. Finalmente la única influencia formativa que llegan a ejercer entre sus lectores, de manera intencional o no, es la de transformarlos en excelentes consumidores.


Esa clase de literatura, si así puede llamarse, manifiesta pues ya una cierta finalidad: la de enaltecer una cierta gama de “virtudes” judeocristianas, tales como la sumisión, conformismo, humildad, etcétera. Rechazando de manera a priori cualquier otro tipo de pensamiento distinto. Entonces, si se analiza un poco la cuestión, es fácil distinguir que ya no se trata de ahondar en el conocimiento de uno mismo y su relación con todo lo que le rodea, sino de predicar y propagar un cierto modelo de conducta y pensamiento. Por otro lado, hace tiempo que quedó demostrada la ineficacia de su aplicación en tal sentido. Sirva como ejemplo el caso del mismo Rousseau, en dos de sus obras, por un lado Emilio, novela de carácter puramente idealista, en contraposición con sus Confesiones, texto de corte cien por ciento realista.


La primera trata del cultivo de las virtudes con vista hacía un determinado ideal: el hombre bueno, o en sus propias palabras, el buen salvaje. Al final no se trata de otra cosa que de hacer sentir al lector que el bien siempre triunfara sobre todas las cosas. O, en otras palabras, que una persona virtuosa, por más sufrimientos y calamidades afronte a lo largo de su vida, al final, si no desiste de ese sendero y esa conducta habrá de alcanzar la felicidad. Lo que no sería nada criticable dentro de una realidad en la cual el imperativo categórico le importara a más de dos. Por desgracia no es nuestro caso. Y si no, sólo volteen a echar una mirada a todos esos pinochos politiqueros a los que hicimos referencia al comienzo del presente texto.


La segunda nos muestra al hombre de carne y hueso, inmerso por completo en el mundo real, y en donde aquel primer idealismo ha quedado muy lejos. Los hechos narrados con una honestidad brutal en Confesiones nada tienen que ver con aquel predicador de las virtudes a ultranza.


Ignoro si tal vuelta de tuerca en su obra haya sido algo premeditado, aunque me inclino a creer que sí, ya que, al menos para mí, en ello radica la mayor parte de su valor y trascendencia. ¿En qué? En que es una literatura que ha sabido trascender no ya su presente, sino su pasado.


En todo caso que más claro ejemplo que el Quijote, a cuyo autor no le tembló su única mano para echar los santos oleos a toda la tradición de novelas caballerescas de la cual ella misma abreva para existir. Y que, en el caso de Rousseau, se trata de la novela pastoril.


En ambos casos el común denominador es que trascienden el pasado, y dejan de ser solo una copia más de alguna idea consolidada, para ubicarse por su propia valía en el presente, un presente indeterminado.


Para concluir, yo pienso que en el actual estado de las cosas, la función de la literatura no es ya exponer las cosas como debieran ser, sino como estas son, para que conforme al libre albedrío, que según dicen, cada quien tiene el derecho a ejercer libremente, tome lo que le sirva. Ya que, si bien es cierto que tal vez el arte sea una mentira que no logre mostrarnos la Verdad Absoluta, de una manera definitiva y contundente, nadie puede negar que, al menos, nos acerque a una porción de ésta que nos sea posible abarcar y comprender.